Durante estas noches de invierno he pensado en Meherban. La última vez que lo vi, la cosa no pintaba bien.
En mayo del año pasado yo había llevado a mi hija a coger hojas de morera en Lluis Llansà y Valencia. Él hablaba por teléfono. Una familia lo esquivó. No quise que la pequeña cogiera miedo y permití que él se acercara. Le sentí tufo a cerveza cuando se presentó en inglés: pakistaní con estatus de refugiado pero sin lugar donde dormir. No había comido ese día. I don’t lie, my friend, me dijo. Le di 10 euros. Pensé en albergues, en la Fundación Arrels, en lo fácil que sería ayudarle. Le pedí su número de teléfono.
Un par de días después nos vimos en Joan Miró. Había gastado cinco euros en darse una ducha en el piso de unos bengalíes. Me permitió tomar notas. Agradecía que España no lo deportara, pero estaba cansado de ir a una oficina de Zona Franca en la que le informaban que no quedaban plazas —en parte por la situación del virus—, y que ya lo llamarían.
Hablamos del hambre. En Grecia había aguantado seis días casi sin comer hasta dar con un manzano, junto a un arroyo. Tras dejar su país, pasó por Irán y Turquía. Me habló de Milán, de Francia, de su llegada a Barcelona el 11 de noviembre de 2019.
En su móvil, Meherban también me enseñó visados de ingresos al Reino Unido. Eran de su vida de antes, de cuando hacía turismo. Su padre había sido un hombre rico. Murió por una picadura de serpiente dos meses antes de que él naciera. Lo llamaron Meherban, que en urdu significa “amigo”.
Tiempo después me contó que en Pakistán había aportado para la construcción de un hospital y otras obras. Me enseñó una carta firmada por una autoridad de su villa en la que se aseguraba, “a quien corresponda”, el buen “carácter moral” de Meherban, “trabajador social en su comunidad, activo y honesto”. Ese mismo día me habló de Liz, una amiga inglesa que hace poco le propuso que se casaran. Me dijo que no podía hacerlo porque él seguía amando a su mujer.
Para poder llevarlo a un albergue, me urgía preguntar antes por el alcohol. Me dijo que algunas noches pensaba y pensaba en su vida de antes y no podía dormir. La cerveza le ayudaba.
Los de Arrels no lo encontraron en el portal de Entença donde se acurrucaba algunas noches. Se perdieron las semanas y los intentos. Viajé por vacaciones y, tras regresar, charlé con él por última vez. Se había rapado la cabeza, estaba muy delgado —tan distinto al de la foto de su visado británico—, y había empezado a colaborar en un huerto urbano en la Avenida de Roma. “Quiero llenar de huertos toda Barcelona”, me dijo. Por primera vez sentí que su lucidez flaqueaba.
Una sola vez, quebrándose, me habló del grupo Talibán que le había pedido su propiedad para montar un centro de entrenamiento. Él se negó diciendo que su jihad era respetar la vida, que dura poco, como una flor. Algo de lo que prefiere no hablar sucedió con los Talibán, su esposa y sus hijos. El ejército de Pakistán, al que él considera el mejor del mundo, le ayudó a salir. Una niña suya tenía la edad de la mía.
Tiempo después de ese último encuentro, en otoño, su teléfono dejó de recibir mensajes. Hace unos días confirmé que su nombre sí consta entre los donantes de una fundación pakistaní hasta 2016. He ido a buscarlo en sus calles, sin suerte. La cosa, que no pintaba bien, iba a terminar aquí.
Sin embargo, hoy —no miento—, acabo de recibir este mensaje de uno de los voluntarios del huerto urbano: “Soy Xavi de Germanetes (Jardins Emma). Las noticias son buenas. En octubre/noviembre Mehrban consiguió un piso con el tema de la petición de asilo”. Le han ayudado los de esa oficina de Zona Franca.
¿Cómo será su nuevo lugar? ¿Cómo habrán sido estos meses? Ya se lo preguntaré; Xavi me ha compartido el nuevo número de Mehrban. Hace unas semanas, ya casi sin esperanza, compré unos saquitos de té que prometen “sabor paquistaní”. Uno de estos días podríamos reunirnos los tres para probarlo y ponernos a charlar.
Leonardo de la Torre Ávila