Sobre el accidente que cobró la vida de alrededor de 54 personas en situación de movilidad en la carretera Chiapa de Corzo-Tuxtla, Chiapas, México.
Por Gabriela Pinillos
El día de ayer, 9 de diciembre de 2021, alrededor de 54 personas provenientes de Centroamérica murieron en un accidente, cuando el camión en el que se transportaban más de 150 personas hacinadas y sin ningún tipo de seguridad volcó en una curva por exceso de velocidad, en la carretera entre Chiapa de Corzo y Tuxtla Gutiérrez, como lo indicó el Secretario de Protección Civil de Chiapas[i].
El hecho es una tragedia, pero no es aislado sino que ha sido producido de manera sistemática. En los últimos tiempos hemos visto imágenes que muestran las condiciones riesgosas en las que se transportan diariamente miles de personas en sus intentos por migrar hacia otro país distinto al suyo en busca de mejores condiciones de vida, en busca de condiciones dignas de vida. Por eso el dolor que provocan las imágenes que se han publicado sobre esta tragedia un día después y la noticia en sí misma se puede traducir en una sola palabra: indignación.
Transitar las carreteras en México es siempre un riesgo, para las personas en situación de movilidad es como caminar sobre un campo de minas antipersona, los riesgos se incrementan abismalmente ante la vigilancia selectiva de los agentes del Estado o, lo que es lo mismo, ante la discriminación. Si hay seguridad no es para ellos. Porque su movilidad es la amenaza o así lo podemos traducir ante las [no]políticas migratorias en México. Es una tergiversación que el Estado ha construido en torno a la soberanía y la independencia.
Este suceso nos pone a reflexionar y debe llevar a que se logren acciones que demuestren realmente la voluntad política del gobierno actual. Quizás habría que empezar por preguntarnos ¿Por qué se transportan más de un centenar de personas encerradas en un vehículo de carga? ¿De dónde surge la necesidad de usar este medio como estrategia de desplazamiento que permita, al tiempo, acortar distancias y volver ‘invisible’ la movilidad en la carretera? ¿Cuántos vehículos más están sirviendo como medios de transporte de personas desde la frontera sur hasta la frontera norte de México? ¿Con cuántos nos encontramos o nos cruzamos todas y todos cuando nos movemos por esas mismas carreteras por trabajo o por turismo, mirando por la ventana y creyendo que podemos ignorar y pretender como lejano el sufrimiento y la necesidad cada vez más grande de los otros?
¿Desde cuándo ha sido esto una posibilidad o una medida desesperada para aquellas personas que no cuentan con los medios de movimiento? ¿A quién le pertenecen entonces estos medios? ¿Al Estado que se ha encargado de establecer los requisitos para obtener los documentos que permiten el “libre” tránsito por su territorio, por medio de los cuales logra legitimar el uso de la fuerza, el control y la limitación de la movilidad humana, y dando lugar a la formación de grupos y actores delincuenciales que se alimentan y enriquecen justamente de la vulnerabilidad de las poblaciones? Entonces el Estado, por acción o por omisión, es también responsable.
Es indigna la forma en la que las personas se ven orilladas a transportarse para lograr llegar hacia otros lugares en los que se ha establecido la esperanza. Debería indignarnos a todas y a todos ver esas imágenes que se reproducen cotidianamente y que parecen querer convertirnos en espectadores del sufrimiento y la crueldad. Es indigno porque no debería pasar. Y tenemos que fijarnos hoy, como dice Laura Quintana, sin ningún temor ni duda: una digna rabia, que nos vuelque hacia la exigencia sobre el respeto a la libre movilidad y a una verdadera reconfiguración de la noción de seguridad para cada una de las personas que conformamos esta sociedad, una seguridad no militarizada, que procure el cuidado sobre todo de aquellas vidas que han permanecido atravesadas por la violencia, la precariedad y el despojo. La digna rabia que “exige que el mundo, en el cual se producen daños sistemáticos, deba ser transformado, con la mirada puesta hacia otras posibilidades por venir”[ii].
Hace días que no visitaba el Albergue, lo tenía en mente pero la gripe de mi hijo nos obligó a guardarnos en casa. Tenía que ir a entregar unas donaciones de ropa y leche en polvo que me habían hecho llegar. Este día pude ir por la mañana. Decidí vestirme con unos pants deportivos por el frío que ha estado haciendo en la ciudad. Iba contenta y temerosa a la vez, me preocupaba no encontrar los rostros que han familiarizado mis visitas los últimos meses. Estacioné el carro frente al Albergue y vi caras nuevas. Me dio temor. Entré. Para mi fortuna estaban quienes guardaba en la memoria, aunque también había gente nueva. Sobre todo, niñas, niños y mujeres recién llegadas. Se les nota en la cara; se sienten lejanas, un poco perdidas, con el cansancio en el cuerpo y sin entender lo que pasa, confundidas.
Entré al taller mecánico, Don Armando me dijo que habían llegado nuevos migrantes y podía hacer unas entrevistas. También me contó que iba a Huehuetoca por un migrante menor de edad que dormía en una gasolinera. Mi objetivo no era hacer entrevistas, no llevaba grabadora ni guía, simplemente iba a saludar, a entregar donaciones y a estar. Fue entonces que caminé hacia la cocina. Está al fondo de una gran cochera que funge como Albergue, y está equipada con una estufa y una mesa de madera. Algunos anaqueles cargan ollas y trastes que van mermando día a día. Avisé a las mujeres que llevaba leche en polvo. Inmediatamente se organizaron para ayudar a bajar las cosas del auto. Una de ellas se ofreció a repartirlas “para que a todas les toque”. Volvimos a la cocina y ahí se organizó la distribución. La leche es oro, aunque la mayoría de ellas amamanta, la utilizan como complemento o simplemente para descansar de la lactancia.
Me senté en el sillón rojo que está al lado de la mesa. La sensación fue de haber llegado a una casa conocida. Estaba relajada, sin ningún plan. No me paré de ahí.
Foto: El sillón rojo en donde se sentó la muchacha
El sillón es mi punto. Se escucha el barullo de las niñas y niños corriendo por el Albergue, de las madres llamándoles la atención, de las conversaciones telefónicas, música para amenizar la mañana, voces; es cualquier casa cuando comienza el día. Por la cocina pasan los que habitan el lugar, ya sea para calentar agua o a tomar las tortas de huevo que enviaron los restauranteros donantes, o simplemente a ver. No hay muchas opciones para preparar, como siempre están las canastas llenas de papas que van generando raíces. Como algunos de ellos. El olor es el de siempre, una mezcla de aceite del taller mecánico con jabón, comida, humanos, perfumes, niños, viajes. Los baños están cerca y los más valientes se meten a bañar a pesar de la temperatura del agua. No es desagradable estar ahí.
Se escucha entre las voces, “vino la muchacha y trajo leche”. Las caras conocidas llegan a aquel sillón a narrrar quiénes están y quiénes se han ido. También platican por qué algunos se quedan. Son los papeles los que detienen y los sueños los que mueven. Una niña me cuenta sobre su papá; una mujer me pide una mochila, dice que es para llevar sus cosas. Me presenta a su hijo, un bebé de un año y cachito. Otra mujer come un pescado frito al lado mío, mientras un gato le reclama la cabeza. Nos reímos porque es la parte del pez que más nos gusta a las dos. De repente se escucha un regaño colectivo. No se ha notado mi presencia, quizás es el pants que me puse hoy. Solo bajo la mirada. El regaño termina con un “…y se comen todas las tortas porque ya no nos van a traer nada”. Para ese entonces ya muchas personas se han ido al parque que está a pocos metros del Albergue.
Le pregunto a una de las mujeres si su esposo ya llegó, había salido con la caravana de migrantes de Tapachula a la Ciudad de México. Ella tiene un mes con su hija en el Albergue. Me dice “ya”, mientras lo señala con el dedo. Está sentado en otro lado. Bromean sobre sus pent-house y apartamentos de lujo cuando se refieren a los catres que usan para dormir y que están separados por cobijas de cuadros que aminoran las corrientes del frío nocturno. Llega otra mujer a platicar que tuvo que llevar a su hija a urgencias por lo mal que se puso anoche. Las niñas me abrazan, será porque a veces llevo pinturas y juego con ellas. Me entra la idea egoísta de querer adoptarlas y llevarlas a casa. Me doy cuenta de lo que pienso y me regaño. No estoy siendo justa. Mientras disfruto el momento porque no se si las volveré a ver. Llega otra mujer y me pregunta por mi nombre. Da lo mismo porque me terminará llamando muchacha. Me pregunta sobre lo que hago y le respondo que entrevistas. “Yo te puedo contar por qué estoy aquí”, me dice. La historia es igual a las otras: pobreza, violencia, Honduras, Estados Unidos, México. Le pregunto por sus planes, no sabe qué hacer, está confundida.
Llega quien ha sido el encargado varias veces del Albergue. Me comparte un tamal frito de elote mientras me observa; sabe que mis visitas no son tan azarosas. Al paso de unas horas me pregunta, ¿qué has aprendido hoy? No sé qué contestar, estoy bloqueada. Le pido me dé unos días para meditar la respuesta, no lo convenzo.
Ha pasado el tiempo, te puedo contar que aprendí que no soy invisible.
Me tengo que ir. Es la 1.15 p.m. y debo recoger a mi hijo de la escuela. Cuando digo adiós, me intercepta una persona, un migrante: “ya llevas tiempo aquí”. Una vez más, me preguntan mi nombre y lo que hago. Le explico que soy investigadora y describo qué es eso. No me gusta usar esa palabra, pero no he encontrado otra forma de definir lo que hago. Él me quiere entrevistar. Decido detenerme: “bueno, Lucía, ya te casaste, tienes un hijo, una profesión… ¿cuál es tu propósito en la vida?, ¿cuál es tu plan de vida?, ¿ahora qué quieres hacer?, ¿a dónde quieres ir?” Las preguntas son parecidas a las que yo hago en aquél Albergue, no sé qué contestar. Me deja pensando. No tengo plan, no sé si quiero tener un plan, estoy confundida.
La relación entre Colombia y Venezuela en términos de movilidad humana comienza en las fronteras. Desde allí, los movimientos y la dirección de los flujos se han definido con relación a una complejidad de situaciones producidas al interior de ambos países, pero sobre todo hasta la llegada a la presidencia de Nicolás Maduro, luego de la muerte de Hugo Chávez en el año 2013, podría decirse que el intercambio comercial se definía en torno a un elemento tangible: el tipo de cambio.
En las regiones de frontera la fluctuación de la moneda marcaba, en buena parte, la dinámica comercial y social y la asimetría entre ambos países. En estas regiones, el valor del dólar era significativamente distinto que en los centros nacionales, y la economía local dependía fuertemente de ese factor que definía la diferencia entre el peso colombiano y el bolívar venezolano. En términos geográficos, la proximidad de las ciudades y los municipios fronterizos de Colombia con Venezuela, mucho mayor que con el resto del territorio colombiano, pronunciaba aún más esta interdependencia.
A inicios de los años setenta del siglo XX, con el crecimiento de la economía venezolana impulsado por el ‘boom’ petrolero, el flujo migratorio entre ambos países se daba fundamentalmente desde Colombia hacia Venezuela. Luego, a principios de los años ochenta, con la llegada del famoso “viernes negro”, día de la caída abrupta del valor de la moneda venezolana, el flujo de los movimientos y la relación entre los dos países cambió significativamente. La migración colombiana hacia Venezuela disminuyó entonces, y ciudades y municipios fronterizos tuvieron que enfrentar los efectos más devastadores de este episodio. La dinámica comercial y de intercambio tuvo que redefinirse y readaptarse.
Luego de un largo periodo de reacomodo de la economía y el comercio, las regiones fronterizas volvieron a ser el escenario de un intercambio fluido en ambas direcciones, diariamente los puentes internacionales y los puntos de cruce fronterizo formales a lo largo de los 2.200 kilómetros de la frontera colombo-venezolana servían de tránsito para el comercio formal e informal de combustible, bienes y servicios y de personas. En el año 2009, por los puentes internacionales Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander, uno de los principales puntos de cruce de la zona de frontera de Norte de Santander (Colombia) y Táchira (Venezuela), ocurría una movilidad cotidiana de alrededor de 200 mil personas por los diferentes medios de desplazamiento. El consumo de productos para la canasta familiar desde Colombia hacia Venezuela se había convertido en una permanente por las mismas ventajas que ofrecía el tipo de cambio fronterizo, que en aquellos años ya estaba definido por un mayor valor de la moneda colombiana sobre la venezolana. No obstante, en aquellos años, la calidad de vida y las condiciones de Venezuela seguían siendo favorables por las ventajas que todavía permitía la producción del petróleo. La imagen de Venezuela ante el exterior era también mucho más favorable que la de Colombia, sobre todo en la década de los noventa debido, por un lado, a la agudización del conflicto y la violencia en este último[1]; y, por otro lado, a la inyección que el Estado venezolano había dado a la Ciencia y la formación de capital humano en educación superior en el exterior, lo que se tradujo en una nueva ola de migración de población colombiana hacia Venezuela. Había, en la posibilidad de obtener el documento que otorgara el estatus de ciudadanía venezolana, una oportunidad significativa para mejorar las condiciones de vida. La migración y el tránsito de personas a través de las fronteras se daba en mayor proporción desde Colombia hacia Venezuela.
Es importante mencionar también que, en términos de documentos para ingresar a uno u otro territorio, las condiciones eran dispares. Para ingresar a territorio venezolano, los colombianos debían contar con una visa o un permiso fronterizo que daba posibilidad de transitar por los estados ubicados a lo largo de la frontera y hasta cierto punto del territorio venezolano. En cambio, el ingreso a Colombia para la población venezolana no requería de una visa, había un espacio en el que se permitía también el libre acceso y el libre tránsito, pero en el resto del territorio esto podría darse con pasaporte internacional.
La creación de las llamadas ‘Misiones’ durante el gobierno de Hugo Chávez que consistían en programas sociales para brindar a la población acceso en salud, educación, alimentación, entre otras, fue beneficio también para las poblaciones que vivían en las regiones fronterizas del lado colombiano[2].
En los años 2004 y 2005, el gobierno bolivariano de Venezuela otorgó un número de cédulas de ciudadanía a 186 mil colombianos[3]. En medio de esta política se creó también un régimen fraudulento que llevó a muchas personas en Colombia a caer en trámites ilegales de obtención de documentos de identidad venezolanos.
Foto: Gabriela Pinillos, 2009, La Parada, Villa del Rosario, Colombia. Puente Internacional Simón Bolívar
La crisis venezolana comenzó a agudizarse progresivamente hacia finales de la primera década del siglo XXI. La relación política entre los gobiernos de ambos países tuvo desde entonces fuertes quiebres, y el cierre de los pasos fronterizos sucedió después de periodos prolongados de un permanente flujo de personas e intercambio comercial. En el año 2015, tras unos episodios previos de cierre de la frontera, se suspende indefinidamente la movilidad de personas por los pasos fronterizos formales y se da una mayor vigilancia y control sobre los colombianos que se encontraban de manera irregular en Venezuela [4].
El cierre incluyó también un fuerte control de salida desde Venezuela de sus propios habitantes. Se comenzó a expedir un “Pase Fronterizo” desde el gobierno venezolano, que permitía salir de Venezuela y que se otorgaba solo a ciertas personas que pudieran cumplir con una serie de requisitos: demostrar fuertes relaciones comerciales con Colombia, residencia en Venezuela, declaración de renta, entre otros. En estos años el flujo de la migración desde Venezuela a Colombia comenzó a incrementarse considerablemente, una población migrante heterogénea, conformada por personas con doble nacionalidad, colombianos en retorno y personas de origen venezolano .
Foto: Gabriela Pinillos, 2021. La Parada, Villa del Rosario, Colombia. Puente Internacional Simón Bolívar
Foto: Gabriela Pinillos, 2021. El Escobal, Cúcuta. Colombia. Puente Internacional Francisco de Paula Santander
En agosto de 2016 se da fin al cierre de los pasos fronterizos para personas, pero no para vehículos, lo que se mantuvo así hasta el año 2020 con la llegada de la pandemia, tiempo en que se ha cerrado completamente el cruce regular de lado y lado de la frontera, dejando como única vía de intercambio un sinnúmero de pasos informales, denominados ‘trochas’ y que se encuentran ubicados a lo largo de toda la franja fronteriza y por donde cruzan miles de personas diariamente de un lado a otro[5].
La profundización de la crisis en Venezuela y el escenario de conflicto político en la región, que se ha revelado también en formas de violencia de los Estados hacia las poblaciones, ha intensificado la movilización de miles de personas que, en extrema precariedad y vulnerabilidad, deciden abandonar el país y emprender la huida mientras cruzan las fronteras porosas, caminando hacia distintos territorios al interior de Colombia y hacia el resto del continente y distintas partes del mundo, enfrentándose a procesos de criminalización, discriminación y a la xenofobia en las sociedades “receptoras”, a la explotación de su fuerza de trabajo y a la ausencia de políticas migratorias que consideren la heterogeneidad de sus perfiles, motivos y causas de su migración.
[3] Un total de 186 mil colombianos gozan de nacionalidad venezolana en virtud del Plan Nacional de Regularización de Extranjeros del gobierno del presidente Hugo Chávez, que comenzó el 3 de febrero del 2004 y concluyó el 17 de febrero pasado. https://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-1642362