Todas las entradas por Lucía

Vivo en el mundo de las ideas, donde los sueños son realidad, donde todo es posible. Soy curiosa, me gusta saber de los demás.

OTRA HISTORIA DE MIGRANTES

¡Lucía, mañana cruzo! La noticia me la dió a través de una llamada por Whatsapp con mucha emoción, asombro, y con una expresión vocal de triunfo. Él no buscaba llegar a Estados Unidos pero lo logró, con esa facilidad capaz de contagiar las ganas de millones de migrantes en cualquier parte del mundo. Cruzó por la línea en cuestión de horas y está en proceso de pedir asilo en Estados Unidos. Fue un golpe de suerte: se encontró en el momento adecuado, en el tiempo perfecto con las personas correctas.

Conocí a Andrés en uno de los albergues con los que colaboro, al que voy poco por la distancia pero permanezco atenta por la confianza. Todo un personaje, un afrohondureño con un conocimiento sobre el fenómeno migratorio que cualquier persona experta en el tema puede envidiar, con labia política, performático, atrapador de miradas. Cabellos rizados, labios gruesos y piel morena. Era un migrante especial, de los que nunca se iban del albergue, incluso a algunas donantes les desconcertaba que no saliera del lugar, que permaneciera ahí por días, semanas, meses y años, “¿no que los migrantes se mueven?”, preguntaban. Su constante presencia les llegaba a incomodar porque se salía de sus percepciones sobre el migrante “ideal”.

Dejaba el albergue por temporadas, ya fuera porque encontraba pareja o porque acompañaba a otras personas a algún punto de la república mexicana para continuar con su viaje. Siempre regresaba con historias nuevas, él mismo cargaba las confesiones y las vidas de quienes acompañaba. De hecho a eso se dedicaba, los migrantes le pagaban para que viajara con ellos. Tenía una tarjeta mexicana de asilo permanente, casi diez años en este país, por eso nunca fue su propósito principal llegar a Estados Unidos, la pasaba bien en México, se le veía en sus ojos, en su comportamiento y me lo decía.

Llamaba seguido para saludarme, mandarme bendiciones o para contarme cómo estaba la situación con los migrantes en aquel albergue. Uno de esos días, me dijo que acompañaría a una familia a la frontera, a una señora y a su hijo. Le pedí que me mantuviera al tanto para saber que todo estuviera bien y así lo hizo. Viajaron por tierra y me avisaba cada vez que llegaba a una ciudad distinta que todo iba bien “gracias a Dios”. Durante el trayecto, extorsiones hacia los migrantes, “la maña les ha quitado todo su dinero ¡Lucía!”, me decía entre los mensajes de voz que enviaba.

Así llegó a su destino, a la frontera. Era su primera vez en aquel territorio. Buscaron albergues y él llegó a uno especial para “personas como yo”, mencionó.  La madre y el hijo que acompañaba se quedaron en otro para perfiles como ellos. Hasta aquí ya había terminado su trabajo de acompañar. El plan era quedarse algunos días en la frontera, conocer la ciudad, descansar, y regresar a su albergue de confianza, como siempre. Pero la vida le dio una sorpresa inesperada, llegaron abogados al lugar donde se hospedaba y lo incluyeron en la lista de solicitantes de asilo. Ya me lo imagino, con su inteligencia, con sus historias, con su expertise, ¡qué les habrá dicho a los abogados!. Ahora está en el otro lado, haciendo realidad el sueño de millones que no corren para nada con la misma suerte.

Andrés es una historia distinta, de aquellas que no se escuchan, que casi no suceden; es un deseo de todxs y para todxs aquellos que necesitan de manera urgente la oportunidad de vivir mejor.

¡Pórtate bien, Andrés!, que ahora el reto es permanecer.

Ha pasado el tiempo, te puedo contar que aprendí que no soy invisible.

12 de noviembre de 2021

Lugar: Albergue de Migrantes, Estado de México

Periodo de observación: 10:30 am a 1:30 pm

Estoy confundida y no soy invisible.

Hace días que no visitaba el Albergue, lo tenía en mente pero la gripe de mi hijo nos obligó a guardarnos en casa. Tenía que ir a entregar unas donaciones de ropa y leche en polvo que me habían hecho llegar. Este día pude ir por la mañana. Decidí vestirme con unos pants deportivos por el frío que ha estado haciendo en la ciudad. Iba contenta y temerosa a la vez, me preocupaba no encontrar los rostros que han familiarizado mis visitas los últimos meses. Estacioné el carro frente al Albergue y vi caras nuevas. Me dio temor. Entré. Para mi fortuna estaban quienes guardaba en la memoria, aunque también había gente nueva. Sobre todo, niñas, niños y mujeres recién llegadas. Se les nota en la cara; se sienten lejanas, un poco perdidas, con el cansancio en el cuerpo y sin entender lo que pasa, confundidas.

Entré al taller mecánico, Don Armando me dijo que habían llegado nuevos migrantes y podía hacer unas entrevistas. También me contó que iba a Huehuetoca por un migrante menor de edad que dormía en una gasolinera. Mi objetivo no era hacer entrevistas, no llevaba grabadora ni guía, simplemente iba a saludar, a entregar donaciones y a estar. Fue entonces que caminé hacia la cocina. Está al fondo de una gran cochera que funge como Albergue, y está equipada con una estufa y una mesa de madera. Algunos anaqueles cargan ollas y trastes que van mermando día a día. Avisé a las mujeres que llevaba leche en polvo. Inmediatamente se organizaron para ayudar a bajar las cosas del auto. Una de ellas se ofreció a repartirlas “para que a todas les toque”. Volvimos a la cocina y ahí se organizó la distribución. La leche es oro, aunque la mayoría de ellas amamanta, la utilizan como complemento o simplemente para descansar de la lactancia. 

Me senté en el sillón rojo que está al lado de la mesa. La sensación fue de haber llegado a una casa conocida. Estaba relajada, sin ningún plan. No me paré de ahí. 

Foto: El sillón rojo en donde se sentó la muchacha

El sillón es mi punto. Se escucha el barullo de las niñas y niños corriendo por el Albergue, de las madres llamándoles la atención, de las conversaciones telefónicas, música para amenizar la mañana, voces; es cualquier casa cuando comienza el día. Por la cocina pasan los que habitan el lugar, ya sea para calentar agua o a tomar las tortas de huevo que enviaron los restauranteros donantes, o simplemente a ver.  No hay muchas opciones para preparar, como siempre están las canastas llenas de papas que van generando raíces. Como algunos de ellos. El olor es el de siempre, una mezcla de aceite del taller mecánico con jabón, comida, humanos, perfumes, niños, viajes. Los baños están cerca y los más valientes se meten a bañar a pesar de la temperatura del agua. No es desagradable estar ahí.

Se escucha entre las voces, “vino la muchacha y trajo leche”. Las caras conocidas llegan a aquel sillón a narrrar quiénes están y quiénes se han ido. También platican por qué algunos se quedan. Son los papeles los que detienen y los sueños los que mueven. Una niña me cuenta sobre su papá; una mujer me pide una mochila, dice que es para llevar sus cosas. Me presenta a su hijo, un bebé de un año y cachito. Otra mujer come un pescado frito al lado mío, mientras un gato le reclama la cabeza. Nos reímos porque es la parte del pez que más nos gusta a las dos. De repente se escucha un regaño colectivo. No se ha notado mi presencia, quizás es el pants que me puse hoy. Solo bajo la mirada. El regaño termina con un “…y se comen todas las tortas porque ya no nos van a traer nada”. Para ese entonces ya muchas personas se han ido al parque que está a pocos metros del Albergue.

Le pregunto a una de las mujeres si su esposo ya llegó, había salido con la caravana de migrantes de Tapachula a la Ciudad de México. Ella tiene un mes con su hija en el Albergue. Me dice “ya”, mientras lo señala con el dedo. Está sentado en otro lado. Bromean sobre sus pent-house y apartamentos de lujo cuando se refieren a los catres que usan para dormir y que están separados por cobijas de cuadros que aminoran las corrientes del frío nocturno. Llega otra mujer a platicar que tuvo que llevar a su hija a urgencias por lo mal que se puso anoche. Las niñas me abrazan, será porque a veces llevo pinturas y juego con ellas. Me entra la idea egoísta de querer adoptarlas y llevarlas a casa. Me doy cuenta de lo que pienso y me regaño. No estoy siendo justa. Mientras disfruto el momento porque no se si las volveré a ver. Llega otra mujer y me pregunta por mi nombre. Da lo mismo porque me terminará llamando muchacha. Me pregunta sobre lo que hago y le respondo que entrevistas. “Yo te puedo contar por qué estoy aquí”, me dice. La historia es igual a las otras: pobreza, violencia, Honduras, Estados Unidos, México. Le pregunto por sus planes, no sabe qué hacer, está confundida.

Llega quien ha sido el encargado varias veces del Albergue. Me comparte un tamal frito de elote mientras me observa; sabe que mis visitas no son tan azarosas. Al paso de unas horas me pregunta, ¿qué has aprendido hoy? No sé qué contestar, estoy bloqueada. Le pido me dé unos días para meditar la respuesta, no lo convenzo.

Ha pasado el tiempo, te puedo contar que aprendí que no soy invisible.

Me tengo que ir. Es la 1.15 p.m. y debo recoger a mi hijo de la escuela. Cuando digo adiós, me intercepta una persona, un migrante: “ya llevas tiempo aquí”. Una vez más, me preguntan mi nombre y lo que hago. Le explico que soy investigadora y describo qué es eso. No me gusta usar esa palabra, pero no he encontrado otra forma de definir lo que hago. Él me quiere entrevistar. Decido detenerme: “bueno, Lucía, ya te casaste, tienes un hijo, una profesión… ¿cuál es tu propósito en la vida?, ¿cuál es tu plan de vida?, ¿ahora qué quieres hacer?, ¿a dónde quieres ir?” Las preguntas son parecidas a las que yo hago en aquél Albergue, no sé qué contestar. Me deja pensando. No tengo plan, no sé si quiero tener un plan, estoy confundida.