09:57TIJUANA | Lunes 03 de febrero de 2014Las autoridades no saben ni siquiera cuántos lugares de este tipo existen en la zona
estados@eluniversal.com.mx“¡Ay, qué es eso que chilla tanto!”. La voz dulce de Alejandra, aunque habló quedito, despabiló a Violeta.
-¡Mami, mami! ¿Qué es eso? -insistió la pequeña.
Toda cubierta de sudor, a Violeta le escurrían entre las piernas pedazos de carne ensangrentados. Yacía en la parte de abajo de una litera, sobre un colchón destartalado. Los pedazos de placenta y coágulos que insistentemente caían sobre sus piernas la aterrorizaban, aunque la mantenía despierta el pequeño aliento, la imperceptible respiración de un bultito colorado que atesoraba a su lado.
-Es tu hermanito -respondió con la voz entre cortada, a punto de desvanecerse y antes de quedar inconsciente por más de dos horas.
Dar a luz en la soledad
Se desconoce si su nombre real es Violeta, o es el que decidió llevar cuando llegó a Tijuana, a los 15 años. La mujer con mirada de niña, inocente en su hablar, con un tono de voz cantado que delata el origen sinaloense, jura que se llama Violeta. Ha sido prostituta desde la adolescencia, por eso las sospechas de su nombre.
“Se me hizo fácil vender mi cuerpo, además, andaba toda drogada y ni sentía nada. Me vine para acá porque me metían unas golpizas en mi casa, allá en Sinaloa”.
Adicta a la heroína, sin acta de nacimiento, susurra que por eso las cinco ocasiones que la embarazaron dio a luz en la soledad, en un cuartucho macabro, conocidos en los barrios populares de Tijuana como cuarterías, un complejo habitacional en donde construyen hasta 50 pequeñas habitaciones.
La última vez fue el 20 de noviembre de 2009. Agotada por los dolores del parto, se preparó con alcohol y tijeras nuevas. Desde hacía años vivía en un cuartito de tres por tres metros, en la zona norte de Tijuana. Era pequeño, lo sabía, “¿pero quién le rentaría a una prostituta heroinómana con cara de niña?”. Nadie. Aunque lo que más le aterrorizaba era que en un hospital dieran parte a policía y le quitaran a los hijos.
Por eso, a la hora de dar a luz, con una sabana rala, cubrió la parte de abajo de las literas. “Me hice una casita”. Cuidadosa puso a dormir en el colchón de arriba a sus otros cuatro niños.
“Lo tuve de noche, un viernes recuerdo. Mordía una cobija porque me daba pena que me escucharan gritar; del último no podía aliviarme porque venía de lado. Los dolores que me daban eran horribles”.
No salía y con cada contracción, Violeta se desvanecía. Sentía que a ella le caían todas los dolencias del mundo. En un colchón sin cobijas, pelón, en un cuarto que expedía un olor penetrante como a sangre vieja, salió el bebé. “Me apachurré la panza bien fuerte y como venía enredado el cordón umbilical en su cuello, me senté, lo levanté del pescuezo, lo desenredé y moché la tripa”.
Vio mucha sangre y se asustó, pero sabía que debía reaccionar rápido, así que le puso una liga para el cabello en el nuevo ombligo. Orgullosa, confiesa: “¡Solita me aplasté bien fuerte la panza! para que saliera la placenta”.
“Ponía una bolsa en mi cama, la cubría con unas cobijas para que no me miraran los niños. Pero aún así me oían y se levantaban a ver qué era: ‘¡Ya salió el bebé, ya salió el bebé!'”, revoloteaban los pequeños alrededor del nuevo hermanito, el quinto que viviría en un cuartucho que se caía a pedazos.
Violenta tuvo a cinco niños en una cuartería, vecindades localizadas en la zona norte de Tijuana con microviviendas. En cada cuarto viven hasta 10 personas: migrantes -especialmente centroamericanos-, prostitutas, prófugos de la ley y tiradores (narcomenudistas) de droga se esconden entre sus pasillos.
Aquí reina el barrio y nunca entra la ley. El gobierno se desentiende de los problemas de salud pública que representan casos como el de Violeta, mientras que las autoridades de Seguridad Pública admiten que estos lugares sirven como “picaderos” de droga, centros de distribución de heroína y crystal, pero no pueden hacer nada.
Las cuarterías se localizan al norte de Tijuana, a un costado de la canalización que atraviesa la ciudad conocida como “El Bordo”. En esta zona merodean por las calles migrantes que fueron deportados y ante la imposibilidad de regresar a su lugar de origen, lo convierten en su territorio. Aquí conviven con narcomenudistas, pues en esas calles las autoridades también tienen detectados más de un centenar de “picaderos”.
Los migrantes mexicanos, los indocumentados centroamericanos, las bailarinas y las prostitutas pagan de 50 a 100 pesos para pasar una noche en uno de los cuartos construidos con madera vieja que tienen más de 50 años de antigüedad y donde mandan las “jefas”.